Entrevista a Mª Cruz García Fernández, antropóloga. Alcoholismo y maternidad
“El consumo excesivo de alcohol por parte de las mujeres las relega fuera del modelo de feminidad normativa”
Mª Cruz García Fernández, de Vitoria-Gasteiz, antropóloga especializada en metodología de la investigación en Ciencias Sociales. Ha realizado y colaborado en diferentes estudios de carácter social entre los que destacan: “El derecho a la alimentación en la ciudad de Madrid” o “Introducción a las finanzas éticas. Encuesta piloto al alumnado y al profesorado en Euskadi”. Actualmente, trabaja en la cooperativa de investigación e intervención social INDAGA.
Pregunta. ¿Por qué se lanza a realizar un trabajo fin de máster centrado en el consumo de alcohol, género y maternidad?
Respuesta. El alcoholismo es un tema que me interesa porque forma parte de mi biografía y de mis vivencias. Mi madre es una mujer enferma alcohólica y lo que, en un principio, se trató de una forma de entender lo que me había pasado, con el tiempo y la distancia necesaria para calmar el dolor, se convirtió en una línea de investigación. A lo largo de los años, el estudio del fenómeno no solo ha supuesto para mí una especie de catarsis emocional, sino que además se ha ampliado y cambiado mi manera de entender la situación. Antes de empezar a conocer el tema, pensaba, vivía y sentía el alcoholismo de mi madre como tenía que ser pensado, vivido y sentido: culpando a la persona que bebe, olvidando el poder adictivo de la sustancia y el hecho de que la sociedad fomenta por doquier el consumo de alcohol.
Llegó un momento en el que me planteé la pregunta desde la que nace este trabajo: ¿Tuvo algo que ver en cómo vivía yo la situación, en cómo se desarrolló y se padeció la enfermedad, el hecho de que la persona alcohólica fuera una mujer y fuera madre?
Me paré a pensar y algo llamó mi atención: “mi abuelo bebía, mi padre bebía, mi madre… es alcohólica”. Cuando mi padre bebía, el alcohol causaba problemas, cuando mi madre bebía, mi madre tenía un problema. Parecen frases triviales, pero fue precisamente esto lo que me hizo entender que a pesar de que hay más miembros de mi familia que han consumido alcohol de manera excesiva –y que muy probablemente fueran personas enfermas alcohólicas—, la única vez que se mencionó que alguien tuviera un problema con el alcohol fue en el caso de mi madre y tan solo se sugirió una vez que mi padre murió. La responsabilidad que tenía como progenitora de una familia monoparental hizo que sus actos tuvieran mayor repercusión y mayor enjuiciamiento social, la pregunta recurrente y que yo en muchos casos me hice, era: “¿Cómo una madre puede hacer eso?”
Supe entonces que se le juzgó –y yo la juzgué— en mayor medida porque ella era mujer y era madre. Quise entonces indagar en el porqué de esta situación, cómo se llegaba a ella y, para ello, necesitaba conocer las experiencias de otras mujeres que hubieran pasado por lo mismo, para que fueran ellas quienes compusieran la historia que pretendía comprender a través de sus propios relatos.
P. ¿Qué influencia tienen los factores socioculturales, y específicamente los de género en la vivencia del alcoholismo en el caso de mujeres que son, además madres?
R. Vivimos en una sociedad que construye su identidad en base a la diferenciación entre un ‘nosotros’ (modelo a seguir) y un ‘otros’ (anti-modelo), esta lógica esboza un mapa que divide y asigna espacios, creando un mundo social jerarquizado en el cual a aquellas personas señaladas como ‘otros’ se las sitúa al margen, se les excluye y discrimina. El consumo de alcohol está instituido en un orden social y regido por normatividades construidas socioculturalmente y cuando se da fuera de los márgenes aprobados, el foco de atención se sitúa sobre la persona y emerge el estigma.
En el modelo sociocultural en el que nos encontramos hay un ‘otro’ por excelencia: las mujeres como grupo generizado. Existe un modelo normativo para ambos sexos, un constructo sociocultural basado en representaciones legitimadas que indican las formas convenientes de ser hombre y de ser mujer. En este sentido, el consumo excesivo de alcohol por parte de las mujeres las relega fuera del modelo de feminidad normativa, las sitúa al margen del ideal de ser mujer y ante esto, se activan mecanismos específicos y añadidos de discriminación.
Además, dentro del constructo de la feminidad normativa, hay un elemento que destaca por su relevancia: la asignación de la maternidad.
La maternidad es un ‘deber ser’ de la feminidad y, conjuntamente, una de las bases de valorización de las mujeres, en la cual se universalizan y naturalizan cuestiones como el instinto materno, el amor incondicional y las labores de crianza. Hoy, a pesar de la lucha existente por parte de los colectivos feministas, sigue siendo difícil que en este universo simbólico entren los plurales, las maternidades. Pues la maternidad, en singular y de forma unívoca sigue ostentando una hegemonía privilegiada en nuestras concepciones. Esto provoca que cuando ese proceso se vive de formas distintas, más aún en conjunción con una dependencia, enseguida surja la etiqueta ‘mala madre’.
Por todo ello, si el alcoholismo es una enfermedad compleja, lo es aún en mayor medida para el caso de las mujeres, y las mujeres que son madres.
P. ¿Por qué hablan estas mujeres con contundencia del estigma que sufren comparativamente más grave que cuando se trata de un hombre? Hablan por ejemplo de que ‘cuando el padre bebe, el alcohol causa problemas y en cambio cuando es la madre, ella es el problema’. ¿Por qué ese doble enjuiciamiento social?
R. Existe en ciencias sociales una corriente llamada etnometodología basada en el estudio de las prácticas del sentido ‘común’, aquellas a través de las cuales las personas viven su cotidianeidad y que son producto de cómo se estructura el orden de lo social. Esta corriente se destaca por realizar sus análisis mediante experimentos disruptivos, es decir, generando prácticas que rompen con ese orden social. Pues bien, las mujeres alcohólicas, más aún aquellas que son madres, son vistas y tratadas como una representación por excelencia de esa disrupción. En el orden social imperante el consumo excesivo de alcohol se relaciona con la identidad masculina entremezclándose con la cultura del riesgo y, por tanto, en ellos es mayormente aceptado. Sin embargo, para ellas supone una desviación, una ruptura con los roles asignados y ello genera un marco de violencia que incorporan y sufren. Sienten el estigma comparativamente más grave porque ante ellas es más grave, materializándose en un conjunto de prácticas y discursos que las deshumanizan y las responsabilizan de todo el ‘mal’: agentes del malestar familiar, de los fracasos, de las ansiedades, responsables de su enfermedad…
P.¿Por qué se les achaca y ellas mismas se creen culpables del alcoholismo que sufren?
R. El dispositivo cultural de la culpa se activa a raíz de una fuerte estructura de moralidad que se inserta en la conciencia individual de tal forma que su deconstrucción, su cuestionamiento, resulta extremadamente complejo. En el imaginario social el alcohol no se concibe como una sustancia peligrosa, pensamos que por sí mismo no ocasiona problemas más allá de una mala borrachera, y en este sentido cualquier problemática se personaliza; la mirada siempre se cierne sobre la persona, a quienes culpamos de no saber beber. Esta individualización ensalza el vicio en detrimento de la dependencia, no se las considera enfermas, y por ello, ellas mismas no se sabían enfermas. Se las responsabiliza de sus actos y por ello ellas mismas se responsabilizan encarnando la culpa. La construcción de su identidad en este marco, los años de ser objeto de actitudes discriminatorias y de enfrentar todas las retóricas que sobre ellas recaen lleva a que las incorporen y acaben justificándolas.
P. ¿Qué les ocurre cuando empiezan su proceso de rehabilitación y se percatan de cuál es su ‘espacio de exclusión’ como usted misma indica en el trabajo de investigación?
R. Caer en la cuenta de que son enfermas alcohólicas es por un lado el inicio de su rehabilitación, pero también, de repensarse, de significar escenas que ya vivieron, de mirarse con otras gafas, de comprender, de situarse… Este es un planteamiento que cuesta, porque inconscientemente ya se intuyen al margen, un margen que situándolas como transgresoras las convierte en diferentes. No es fácil. Se dan cuenta de que durante ese tiempo han pertenecido a la franja oscura de la sociedad y que, en gran parte, siguen perteneciendo a ella. Es aquí cuando surge una situación que es interesante en tanto que es a partes iguales un deber ser y una estrategia de afrontamiento: la ocultación. Por un lado, la invisibilización recae sobre aquellas a quienes se inserta en la exclusión a modo de deber ser, puesto que a pesar de que tienen que ser lo suficientemente visibles para mostrar lo que no está bien, deben permanecer lo suficientemente ocultas para que no causen demasiados estragos. Sin embargo, la ocultación de la dependencia es también una estrategia a través de la cual estas mujeres tratan de evitar la asignación a ese espacio.
P. Hablan incluso de que no se les toma enserio cuando exponen sus opiniones o formas de ver y entender la vida. ¿Esto también sucede en el caso de los hombres con problemas de alcohol?
R. El estigma, impide al sujeto una aceptación social plena, es producto de una estructura desigual y quien lo asume, entre otras cuestiones, se enfrenta de por sí al descrédito. Esto es algo común. Pero teniendo en consideración el sistema de género, un sistema por sí mismo jerarquizante que subordina a las mujeres y lo femenino desvalorizándolo, se aprecia como en el caso de ellas el estigma es doble y la deslegitimación aún más cruel.
La sociedad entiende, según palabras de un testimonio que aparece recogido en el trabajo, ‘la vida sin gluten, sin frutos secos o sin azúcar, pero no sin alcohol’. Hablamos de un hecho cultural evidente. ¿Habría alguna forma de modificar o cambiar esta percepción?
Convendría plantearse el hecho de que vivimos en una sociedad dependiente, cuestionar el privilegiado lugar que le otorgamos al consumo de alcohol en el campo de las relaciones sociales y su omnipresencia en nuestra cotidianeidad. Pero lo más acuciante es cambiar el foco de atención de la persona adicta a la sustancia que provoca la adicción. No tanto en términos prohibitivos, sino de comprensión: entender los riesgos y las consecuencias de su consumo. Tal vez, de esta forma dejáramos de considerar su no consumo como una extrañeza.
P. Ellas han consumido a escondidas y la mayor de las vergüenzas que sienten es que se haga público su problema, incluso cuando ya están en proceso de rehabilitación, ¿Por qué?
R. En su mayoría esto responde al intento de evitar el tratamiento social que sobre ellas recae. Consumían en casa porque sabían que no era lo mismo que la gente viese a un hombre bebido que a una mujer bebida. Consumían en casa porque conocían el juicio que sobre ellas recaía. También, por la amenaza que a todas nos acecha, pero a ellas en mayor medida: la violencia machista, específicamente la que se refiere al abuso sexual. Pero, sobre todo, desvelar su problema es algo que las aterra por que desprestigia su imagen de mujer y de madre e incide en aquello que construye, según la hegemonía de género, su propio ser.
P. El motivo del consumo, según ellas mismas narran, es calmar afecciones provocadas por las asignaciones de género. Las responsabilidades, la necesidad de ser supermujeres, etc. es decir, que sus consumos son paliativos ¿Tiene un origen emocional atravesado por el género pues en un hombre no se plantea si se cumplen o no esos roles?
R. Como he mencionado en una pregunta anterior, el consumo excesivo de alcohol se asocia con la masculinidad, ellos al beber no están rompiendo con sus asignaciones de género, sino reforzándolas. Para nosotras, en cambio es todo lo contrario.
Casi parece ilógico tratar de buscar una explicación al porqué del consumo en el caso de los hombres, sin embargo, ellas necesitan una justificación, pues en ellas no es ‘normal’, en ellas debe existir un porqué. Estas justificaciones suelen coincidir, de nuevo, con mandatos de género: responsabilidades, necesidad de ser supermujeres, llegar a todo y pensar en todo, soledad, sobrecargas de cuidados, seguir el ritmo de vida del marido…
Se trata de consumos paliativos, por que con ellos trataban de aliviar la presión que suponía el hecho de que su subjetividad se hubiese construido alrededor del mandato, alrededor del ser para otros, o ser por otros. La obligación. El mandato explícito del marido, del padre, de los hijos e hijas o el mandato implícito, el mandato social, lo esperado…
P. Las mujeres están más culpabilizadas por no ejercer su rol maternal, cosa que no se suele plantear cuando la persona con adicción es el hombre. ¿es esto cierto?
R. Sí. La etiqueta más recurrente que han tenido que enfrentar ellas es la de ‘mala madre’, algo que no ocurre en el caso de los varones pues la maternidad se presenta como una relación inherente al ser mujer. Además, no solo prevalece la idea de que somos ante todo madres, sino que debemos serlo de una manera determinada. Gran parte de la etiqueta ‘mala madre’ deviene de la imposibilidad de asumir las tareas de cuidados o las del hogar con implicación absoluta. No asumir estas tareas, trasladadas como obligaciones, supone, como expresa Pilar –una de las entrevistadas—: “ser vista como poco más que un trapo”, un objeto inanimado, arrugado y finalmente desechado. La imagen de “buena madre” es extremadamente exigente y no solo atañe a los cuidados de los demás, o de la casa, también, a los propios. Una madre debe tener una imagen determinada.
Los mecanismos sociales juegan al equilibrismo entre la despersonalización en sus facetas consideradas como más humanas y la personalización para culpabilizarlas, responsabilizarlas y señalarlas como malas madres.
P. ¿Qué has podido aprender tras este trabajo?
R. Me quedo con su fortaleza, con su valentía y su enorme capacidad de reflexión y construcción. Sus palabras perfilan las vivencias que enfrentan, las especificidades y las generalidades que esconden. Enseñan cómo las actitudes y comportamientos que se tienen durante el consumo están mediadas por mandatos socioculturales –especialmente de género— las actitudes propias, pero también las miradas con las que se valoran; una valoración que incide más en quien presenta el comportamiento que en el comportamiento en sí.
Su enfermedad se juzga en términos morales. Una moralidad sesgada que no deja mirar porqués; una moralidad selectiva que pone el foco sobre la persona y no sobre la sustancia o sobre una sociedad que impulsa al consumo; una moralidad capitalista que penaliza unas dependencias mientras potencia otras como la adicción al trabajo o al consumo; una moralidad machista que se ensaña especialmente con ellas; una moralidad que no admite la complejidad que en efecto existe. Sus voces muestran esta parcialidad y dejan ver cómo sólo a través de ellas se puede llegar a tener una comprensión que permita un abordaje que contemple todas las necesidades, un abordaje justo.
P. ¿Cómo se podría solucionar el doble estigma de la mujer con adicción?
R. Escuchándolas, dándole importancia a sus voces, teniéndolas en consideración. Contando con sus experiencias para la definición del alcoholismo, en términos de comprensión, pero también, y con una relevancia destacada, en términos de tratamiento pues tal y como se efectúan en la actualidad, no han sido diseñados tomando en consideración la realidad de estas mujeres y, por ello, suelen resultar especialmente duros. Sin una comprensión y tratamiento de las drogodependencias desde la perspectiva de género jamás podrá solucionarse el doble estigma de la mujer con adicción.
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