Expertos

La soledad

soledad
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Blas Bombín | CENTRO CETRAS

I

LA SOLEDAD COMO FENÓMENO

“La civilización ha convertido la soledad en uno de los bienes más delicados que el alma humana puede desear” Gregorio Marañón.

La soledad es un fenómeno intrínseco y esencial de la existencia humana, como antinomia o antítesis de la vida en compañía y sociedad, que es la conjugación emblemática por antonomasia del ser humano desde la perspectiva de la psicología social. El ser humano es en su más prístina naturaleza contradictorio. Según su condición o circunstancia puede anhelar o detestar la soledad. A veces está solo y desea compañía; y otras veces, estando acompañado, desea estar solo. Pero es que además, estando objetivamente acompañado puede sentirse solo, y estando solo puede sentirse subjetiva e íntimamente acompañado de sus percepciones, pensamientos, reflexiones, emociones, recuerdos, sensaciones, fantasías, creaciones o criaturas. Henry David Thoreau describe la vida ciudadana como “un conjunto de millones de seres viviendo en soledad”. Y no se trata sólo de que haya personas que prefieran la soledad y otras la compañía, según sean introvertidas o extravertidas, sino que esa dinámica puede acontecer en la misma persona, según su circunstancia y el momento de su vida. Como decía Jean Paul Sartre, “si sientes soledad cuando estás solo es que estás en mala compañía”.

Pero en realidad, ¿qué es la soledad? Por soledad entendemos la ausencia, real o percibida, de comunicación, compañía o relaciones sociales satisfactorias, pudiendo tratarse como se ha dicho de un estado real y objetivo o bien de un estado o experiencia subjetiva. De lo cual se deduce que puede ser agradable y deseada (egosintónica), pero también desagradable y no deseada (egodistónica).

Independientemente de que la soledad sea con frecuencia fruto de la circunstancia biográfica de la persona, hay que resaltar que la antinomia que protagoniza el ser humano respecto a la soledad deriva de la contradicción entre un doble principio, tal y como nos lo explica la psicología social: El principio natural de individuación como impulso a la soledad en contraposición al principio de asociación, que capitaliza el impulso a la convivencia, y que en versión de la mitología griega, queda perfectamente reflejado en el mito de los seres redondos de Platón, en el que se explica  cómo Zeus, el dios del Olimpo, decidió un día cortar por la mitad a los seres humanos, quienes desde entonces estarían condenados a sentir un vacío que les impulsa a buscar su mitad perdida.

Epidemiología de la soledad

Por su frecuencia en nuestra sociedad, se la ha denominado “la peste del siglo XX”, como lo demuestran hechos como el de que cada año se producen más de 300.000 llamadas al teléfono de la esperanza, con el tema de la soledad en un 70% de los casos; que un 25% de los españoles adultos se sienten solos con frecuencia; que un 40% confiesa no tener ningún amigo íntimo con quien desahogarse o compartir confidencialmente sus preocupaciones, experiencias o problemas; y no sólo en nuestro territorio, sino que también, por ejemplo, un 54% de los adultos franceses reconoce experiencias de soledad; un 26% de los americanos adultos se sienten solitarios crónicos; y los hogares unipersonales, muchos de ellos de ancianas, ya superan el 50% en ciudades como París, Tokio o Nueva York. De hecho, en la actualidad está cundiendo la alarma social y política en los países y ciudades para la prevención o resolución de la soledad no deseada, así como la “muerte ignorada” en la más rigurosa soledad. Cada vez somos más y paradójicamente estamos más solos.

En Gran Bretaña, el gobierno de Teresa May creó una Secretaría de Estado para la Soledad. Y en nuestro ámbito, ciudades como Madrid y Barcelona han puesto en marcha programas para la “Prevención de la soledad no deseada”.

Causas de la soledad

Admitiendo que la soledad puede ser deseada o impuesta, sería bueno comentar las causas que llevan a la soledad. En términos generales, puede haber dos grandes fuentes: endógenas, procedentes de nuestro interior, y exógenas, exteriores o circunstanciales. Dentro de las causas exógenas las más frecuentes son: la pérdida de un ser querido, bien por fallecimiento, natural o violento, o bien por abandono, en casos de separación, divorcio o huida; la pérdida de la salud, física o psíquica; el desarraigo, bien temporal, en casos de traslados geográficos obligados, o permanente, en casos de migración, pudiendo en este último caso definirlo como “síndrome de Ulises”; la marginación por pertenencia a minorías étnicas o sexuales o por estatus socioeconómico bajo; el acoso o rechazo, ya sea familiar, escolar, laboral o social; estatus sociales extremos, como puedan ser el éxito o el poder (la soledad del campeón o del líder), o por el contrario situaciones de fracaso o marginalidad; e incluso la educación elitista, clasista o simplemente proteccionista o alexitímica (inhibidora de la expresión de sentimientos).

Entre las causas endógenas, podemos incluir el aislamiento social por falta de impulso asociativo, en casos de depresión o trastorno mental (sobre todo psicosis y demencia) en general, incluidas las adicciones, e incluso por represión del impulso asociativo debida a causas emocionales como la timidez extrema, la fobia social o los estados de complejo o de baja autoestima; las diferencias intelectuales extremas, ya sean por subdotación o deficiencia o ya por superdotación; la predisposición genética o neurótica, adquirida, a la soledad; y finalmente, la elección voluntaria (soledad elegida), ya sea temporal o permanente, esta última, en palabras de Melanie Klein, como resultado de un omnipresente e inalcanzable anhelo de perfección expresado a través de las ansiedades paranoides y depresivas del neurótico, pero también como expresión de un anhelo espiritual que Fray Luis de León plasmó magistralmente con su delicada y poética reflexión: “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido!”.

II

CARA Y CRUZ DE LA SOLEDAD

 “La soledad es un don cuando se la anhela, busca y aprovecha, pero una desgracia cuando se nos echa encima sin nuestra conformidad”. 

Beneficios de la soledad

Hay casos curiosos de soledad no sólo deseada, sino defendida con uñas y flechas, como el caso del “Hombre del Hoyo”, considerado como el hombre más solitario del planeta, un indio que habita en la selva amazónica brasileña, en el estado de Rondônia (región de Tanarú), y espanta a flechazos a quienes se acercan para curiosear, razón por la cual el gobierno brasileño decidió concederle y acotarle un territorio extenso, de 8.000 hectáreas, para su solitario solaz.

Sin llegar a tal extremo, la historia nos depara casos de ilustres personalidades que han basado su grandeza en una soledad elegida y practicada. Ahí tenemos casos de literatos como San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Rosalía de Castro, Rosa Chacel, Antonio Gala, Isabel Allende, Ana Mª Matute, Emily Dickinson…; filósofos como Diógenes, Schopenhauer, Kierkegaard, Freud, Unamuno, etc.; políticos como Carlos I de España y V de Alemania, Luis II de Baviera (El “Rey Loco”), Iván el Terrible, Richard Nixon, Adolfo Suárez, Farouq de Egipto…; cineastas como Steven Spielberg, Alfred Hitchcok, Stanley Kubrick, Pedro Almodóvar, Martin Scorsese, Greta Garbo…; psicólogos como Carl Jung, Abraham Maslow, Freud, etc.; músicos como Beethoven, Chopin, Syd Barrett, etc.

La soledad, el “imperio de la conciencia” como lo denominara Gustavo Adolfo Bécquer, es un estado elogiado unánimemente por ilustres pensadores. Nietzsche, por ejemplo, consideraba que “la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar”, al igual que Henrik Ibsen, que sostenía que “el hombre más fuerte es el que mejor resiste, domina y explota la soledad”. También Francis Beaumont sostiene que “el que vive retirado dentro de su inteligencia y espíritu, vive en el paraíso”. A este privilegio se apuntan especialmente los ascetas tanto ermitaños como urbanos para practicar la contemplación espiritual, la meditación trascendental y el misticismo. En esta misma línea, la soledad fue exaltada por los poetas místicos, sobre todo San Juan de la Cruz, quien en su “Cántico espiritual” hablaba de “la noches sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora”. Por eso también Michel de Montaigne encontraba “más soportable estar siempre solo que no poder estarlo nunca, porque la cosa más grande del mundo es ser autosuficiente”. Incluso ha habido pensadores que han ido más allá al afirmar como Voltaire que “la mejor de todas las vidas es la de una ocupada soledad”; o como John Milton, que sostenía que “la soledad es a veces la mejor compañía”; o como Jean de la Bruyère, al afirmar que “todos nuestros males provienen de no saber estar solos”; o como, no sin cierta ironía, sostenía Schopenhauer en su eudemonología (arte de ser feliz): “La soledad es el patrimonio de todas las almas extraordinarias, porque les ofrece una doble ventaja: estar consigo mismo y no estar con los demás”.

Desde esta perspectiva positiva, no es de extrañar poder hablar de los beneficios de la soledad, entre los que se cuentan: Mayor concentración de la persona en sí misma para conocerse mejor, en busca de la propia identidad; las emociones, en este estado, se vuelven más puras y auténticas; la persona tiene más tiempo para reflexionar; puede dedicarse a cosas más minuciosas: puede escoger mejor y con más tranquilidad la tarea más idónea; puede explorar mejor las sensaciones de su interior; puede revivir mejor sus recuerdos; puede ordenar mejor su cabeza (analizar, razonar, planificar); puede buscar mejor las soluciones a los problemas; puede tomar mejor sus decisiones; puede replantearse el futuro mediante refuerzo de la autocrítica; puede utilizar mejor los propios recursos para potenciar su creatividad.

Daños de la soledad

Cuando la soledad duele, se refleja en expresiones tales como “sentirse invisible a la sociedad”, “sentir un silencio interior que nadie escucha”, “sentirse dejado u olvidado de las personas queridas”, “sentir un vacío profundo en el alma que tiñe de negro el corazón”, carecer de alguien al que decir al levantarse por la mañana: “buenos días”, alguien que necesite de nuestro amor o dedicación; alguien a quien expresar y confiar o de quien recibir pensamientos y sentimientos íntimos, alguien que nos desee sexualmente o con quien compartir con amor la vida de cada día, tanto en el terreno de la intimidad física como en el terreno de los intereses culturales, valores, etc.

Desde esta perspectiva negativa, según la cual “los monstruos y fantasmas devoran al hombre en soledad” (Charles Baudelaire), la soledad, que a veces ha sido generada por trastornos psíquicos, incluidas las adicciones, tal como ya se ha apuntado, puede ser causa a su vez de trastornos psíquicos varios, ya sean inmediatos o elaborados. Entre los desajustes inmediatos, debemos mencionar el trastorno emocional por inadaptación a la soledad, que cursa con ansiedad, angustia, complejos afectivos, temores, suspicacias, etc; la depresión reactiva, que cursa con tristeza, pesimismo, amargura, baja autoestima, conductas de apatía, abulia y retraimiento; somatizaciones como el insomnio sintomático o los desórdenes digestivos o cardiovasculares: y finalmente, la situación de automarginación sociofamiliar, con dolor de vivir como en una cárcel (hikikomori) y de morir en pleno desarraigo y olvido, de ahí los óbitos de personas mayores cuyos cuerpos, hallados hasta cuatro años después, presentan cuando se descubren un avanzado estado de putrefacción o incluso de momificación .

Entre los desajustes elaborados cabe destacar las conductas evasivo-adictivas, tanto hacia las tecnologías, comunicación y entretenimiento (TV, radio, Internet, móvil, redes sociales) como hacia las adicciones clásicas (alcohol, juego, tabaco, compras, fármacos, drogas); conductas de peregrinación impenitente hacia relaciones fáciles (mal vivir), a través de asociaciones o foros de ligue, discotecas, bares, etc.; conductas paranoides (“ojo por ojo…”) y abyectas (“de perdidos…”); y finalmente fallecimiento prematuro por conductas suicidas o parasuicidas o dificultades de supervivencia.

En virtud de todo ello, la soledad es una situación que conoce todo ser humano, como experiencia tan conocida como deseada o temida. En palabras de Octavio Paz, “la soledad es el hecho más profundo y significativo de la condición humana. El hombre es el único ser vivo que sabe que está solo”. Aunque hay personas que viven instaladas en la soledad, e incluso la aceptan, prefieren y disfrutan, por sus efectos egotróficos, otras muchas la sufren, la maldicen y la rehúyen por sus efectos egoclásticos, porque puede conducir a vivencias de vacío, angustia y tristeza, así como a trastornos psicológicos y disadaptativos, como depresión, insomnio, conductas evasivas y adicciones (abuso de alcohol y drogas), e incluso llegar hasta la desesperación o el suicidio. En resumen, que la soledad puede causar, según el caso o la circunstancia, frustración y dolor tanto como disfrute o placer.

III

LA SOLEDAD A TRAVÉS DE LAS EDADES 

“La soledad no reconoce fronteras de edad ni de sexo, clase social, raza o ideología” 

La soledad en las edades del ser humano

Aunque la soledad es un fenómeno existencial de raíz común para todos los seres humanos, es evidente que distintos matices según las circunstancias: de sus portadores: Según sea el sexo de la persona, el estatus social, y más específicamente según las distintas edades y el nivel de evolución de las personas; Por lo cual tipificaremos brevemente la soledad en el bebé, en el niño, en el adolescente, en el adulto y en el anciano.

En el bebé, la soledad está asociada a varios trances significativos: la salida traumática del claustro materno, con conciencia y dolor por la separación, llanto por el susto del tránsito y llamada de atención al entorno para advertir sobre tan delicada experiencia; el destete nutritivo, con desamparo nutricio e inicio de la autonomía alimentaria; el inicio de la autonomía física, a través de la deambulación, y fisiológica, mediante el control esfinteriano vesical y rectal; y situaciones de abandono puntual (despertar sin ver a nadie a su lado), que implican una evocación dolorosa del desapego y se expresan mediante el llanto ritual de pena y llamada de auxilio.

En el niño, la soledad está vinculada a situaciones de castigo o extravío que cursan con angustia ante lo desconocido y los peligros y miedo a la oscuridad y al abandono; situaciones de aislamiento social propiciadas por una educación proteccionista, sobre todo en casos de hijo único o menor, o una educación inhibidora de la expresividad o comunicación de  sentimientos (alexitímica); las situaciones de discriminación fraternal negativa, real o subjetiva, ya sea por pertenencia a una familia numerosa con alianzas caprichosas o por mal rendimiento personal; y por supuesto, las situaciones de acoso escolar (bullying), que generan en el niño sentimientos de baja autoestima e inseguridad y conductas de automarginación social respecto al entorno.

En el adolescente, la soledad está asociada a situaciones, fenómenos o crisis de identidad en la encrucijada entre la niñez y la adultez, que generan por un lado una ilusión prometedora por un futuro adulto y por otra parte miedo al manejo de la responsabilidad, con riesgo de detención del desarrollo psicológico (complejo de Peter Pan); la rebelión de autoafirmación contra un entorno engullidor, que genera sentimientos de incomprensión o de intolerancia y dificultades en el proceso de integración en su generación; el desmarque de la familia, mediante la diferenciación personal a través del atuendo y adquisición de autonomía respecto a horarios y costumbres; y cómo no, primeras frustraciones amorosas, con desarrollo de sentimientos y complejos de baja autoestima e inseguridad, y aislamiento social por vergüenza y miedo al fracaso.

En el adulto, la soledad puede vincularse a estados de soltería por falta de habilidades o de atractivos (“todos encuentran pareja menos yo”), con carencia o merma de la autoestima y  tendencia al aislamiento por miedo a un nuevo fracaso; situaciones de “reclusión doméstica”, sobre todo en la mujer, por asunción única de responsabilidad sin ningún apoyo, que lleva a la desconexión de las amistades previas al matrimonio; las situaciones de crisis de la convivencia familiar (rupturas, desajustes), con desestructuración y descomposición de la familia y su soporte por un lado y aparición y desarrollo de la “soledad de la madurez”, que puede ser utilitaria o instrumental, para buscar soluciones (“buscarse la vida”), y placentera, para curarse las heridas de la decepción; y finalmente el “síndrome del nido vacío”, o de la migración filial, cuando los hijos desfilan para formar hogares dinero-dependientes y el hogar de origen o parental queda semidesierto, lo que también reactiva o al menos evoca los síndromes de la soledad del bebé (despertar solitario), del niño (miedos fantasmales de la infancia) y del adolescente (retorno a las pasiones).

En el anciano, la soledad está vinculada a situaciones que implican una merma de la autonomía por deterioro físico y mental, que conducen a un estado de dependencia parecida a la del bebé o el niño, y que a veces se complican y “resuelven” con decisiones familiares de abandono residencial; situaciones de pérdida de su gente (“todo el mundo se le va”), que suscitan por un lado miedo a enfermar y a morir en soledad o fuera de su casa y por otro lado un estado de constante tristeza y actitud derrotista o fatalista (síndrome de “indefensión asumida”); el angostamiento cronológico-espacial (síndrome de la includencia), con reclusión en el pasado (recuerdos) y desentendimiento del futuro (desilusión); y finalmente el llamado “síndrome del horror al hospital o al internamiento”, por la convicción que conlleva de que ya no interesa a nadie de la familia y de que una vez “residenciado” nadie irá a verle ni apenas se acordará de él o ella.

Desde el punto de vista psiquiátrico, pues, la soledad puede ser generada por trastornos psiquiátricos, incluidas las adicciones, y a su vez puede ser causa de trastornos psiquiátricos.

Soluciones para la soledad cuando se vive como un problema:

Reestructuración cognitiva, trabajando la superación de las distorsiones que hacen de la soledad un problema para convertirla en una oportunidad de realización personal.

Búsqueda de recursos creativos (planificación elaborada para la recuperación de ilusiones dejadas y del universo interior).

Desarrollo de habilidades psico-sociales, como la autoestima, la asertividad, la comunicación, la expresión de sentimientos, el afrontamiento de las adversidades, la organización del tiempo…

La perseverancia en el proceso, admitiendo fracasos, errores o momentos coyunturales  bajos como eventos normales.

Por mucho que las cifras conviertan a la soledad en un fenómeno social, la soledad es un problema íntimo y personal para el que no caben soluciones globales.

Siempre será beneficioso el fomento de actividades en sus diferentes facetas: Cívica (partidos políticos, sindicatos, asociaciones no gubernamentales humanitarias y altruistas, asociaciones vecinales). Profesional (búsqueda de empleo, asociaciones profesionales específicas. Colegios profesionales, fundaciones). Deportiva, como instalaciones comunitarias, clubs locales, peñas o asociaciones de apoyo, gimnasios, academias de deportes específicos (gimnasia rítmica, ballet). Cultural, tanto receptiva (como cursos de los CEAS de los ayuntamientos, academias, asociaciones, universidades, escuelas, entidades privadas) como activa (asociaciones de artistas en general o de escritores, pintores, actores, fotógrafos, etc. en particular, exposiciones, ferias, convenciones, congresos…; o de usuario (bibliotecas, museos, asociaciones, galerías, tertulias y grupos de aficionados). Turística (Viajes programados, cruceros, excursiones, rutas de visitas). Y cibernética (exploración a través de los buscadores, correspondencia a través del correo, redes sociales, foros de conversación o chats y de debate, intercambio de información o de productos como canciones o películas). O sea, convertir el tiempo de ocio en tiempo productivo, y la soledad en la mejor compañía.

  • Cuando el problema está en la inseguridad de la persona (timidez), lo mejor es adiestrarse y decidirse a afrontar el miedo buscando medios y personas reforzadoras.
  • Cuando el problema está en una depresión, lo mejor es buscar los medios y personas (profesionales) que puedan dar con la solución.
  • Cuando el problema está en la situación, hay que buscar la manera de integrarse en el entorno social inmediato, espontáneo o mediante integración en agrupaciones “ad hoc”.
  • Cuando el problema está en una adicción, lo mejor es buscar los medios, servicios, centros, asociaciones y personas (profesionales) que puedan dar con la solución, desarrollando técnicas o estrategias para crecer como persona.

En todo caso, interesa aprender a convivir y llevarse bien con la soledad, porque por un  lado probablemente no nos abandonará del todo nunca, y por otro debe considerarse como una condición intrínseca de nuestra vida como estrategia y mejor punto de partida para emprender y establecer vínculos con el entorno. La soledad, lo decía Unamuno en su delicioso ensayo sobre la soledad, “es la gran escuela de sociabilidad, en la que conviene a veces alejarse de los hombres  para mejor servirles”. Por tanto, “nuestra vida íntima, nuestra vida de soledad, es un diálogo con los hombres todos”. Y dada nuestra condición prístina de seres solitarios, desde la cuna a la muerte, pasando por el puente de la vida, “si se busca la sociedad no es más que para huirse cada cual de sí mismo”; pero más aún, “aunque el ser humano pueda sentirse solo, nunca lo estará, porque la soledad puede ser a veces la mejor compañía”, o por mejor decir, “es en la soledad cuando estamos menos solos”.

IV

LAS MALAS COMPAÑÍAS 

“La soledad es a veces la mejor compañía”. John Milton

“Mejor solo que mal acompañado” (The Journal of Family Psychology) 

Cuando la soledad se vive como una losa es probable que se puedan elegir caminos equivocados para lograr una compañía que redima al solitario de su estado de soledad. Como bien es sabido, hay personas que por huir de su soledad buscan afanosamente otra persona con la que aliviar su frustración y compartir las dos soledades para obtener una compañía. En tal supuesto, el matrimonio o el emparejamiento serían instrumentos meramente paliativos, que no terapéuticos, al servicio de la lucha del solitario o la solitaria contra los fantasmas que despierta su soledad. Claro, que cuando se elige un camino por huir de una situación determinada, para agarrarse a un clavo ardiendo, hay muchas posibilidades de que la relación, con una base tan espuria y utilitaria, haga aguas hasta convertirse para ambos en una losa, “lo que pesa un mal matrimonio”. Porque es tal a veces el miedo a la soledad, al abandono, al fracaso, que la persona o las personas se enganchan mutuamente en una relación de conveniencia, pero que llega en muchas ocasiones a convertirse en una relación morbosa, tóxica, de dependencia emocional. Es lo que suele ocurrir cuando la relación afectiva no responde a un principio de amor maduro y entrega mutua, de búsqueda de la complementaridad a través de la unión de dos destinos en uno; o quizás obedeciendo a eso que Arthur Schopenhauer llamaba “el genio de la especie”. Quizás desde esta óptica se comprenda mejor la afirmación de Jules Renard: “Amo la soledad, incluso cuando estoy solo”.

De igual manera, la persona solitaria a su pesar busca no ya otras personas, sino otras cosas o ayudas con las que poder establecer un vínculo más o menos estable de acompañamiento subsidiario, descubriendo de este modo su incompetencia contrastada o tal vez su autoinsuficiencia subjetiva, su enclenque autoestima. Ya lo aseveraba en términos superlativos Michel E. de Montaigne: “La cosa más grande del mundo es saber ser autosuficiente”. Porque de los acomplejados de soledad, salvo un digno contingente que hace de la soledad su principal virtud, a unos les da por la bebida, a otros por las tragaperras o las apuestas, a otros por la comida, por las tecnologías, por las compras, por el sexo… El ser solitario siente “que ya no se encuentra tan solo”, y que su objeto de refugio y compañía forma con él o ella una relación indisoluble de pareja; una relación mórbida y espuria, pero al fin y al cabo pareja: Un matrimonio atípico y secreto, en el que el objeto de adicción funciona como la pareja amante, pero desde una posición de dominancia y superioridad jerárquica sobre la propia persona. Y el adicto a esta nueva vinculación sabe que no es bien visto por la sociedad, pero aún así se aferra a su compañía, porque está convencido de que es su arma secreta para luchar con la vida; y de que prefiere mil veces la dependencia a la soledad. Sabe que no le conviene esa compañía, pero no puede desconectarse de ella. En la percepción del adicto, ni con ella ni sin ella tienen sus males remedio: “Con el objeto adictivo porque me mata, y sin él porque me muero”.

Ahora bien, ¿encuentra el impenitente solitario los beneficios que intenta y espera obtener de sus perniciosas compañías, por más que se presenten a los ojos del solitario con sus cautivadores cantos de sirena, tanto si se trata de personas como de sustancias, conductas y en definitiva objetos de refugio y evasión? O por decirlo de una manera más directa: ¿La adicción a las personas o a las sustancias o conductas redime al solitario de su soledad? Rotundamente, no, porque en cualquier caso es siempre más lo que dañan que lo que acompañan, al hacer más solitario al solitario para, una vez aislado del todo, destruirle a placer e impunemente. Es entonces cuando el solitario se

arrepiente de “haberse entregado al diablo en cuerpo y alma”, y maldice la hora en que conoció a  las que con el tiempo serían sus malignas compañías.

Está claro que las referidas compañías se ceban principalmente en las personas débiles, crédulas, inmaduras e indefensas. Entonces, ¿por qué el solitario acepta sin ningún reparo a sus cautivadoras compañías? ¿Cuál es el extraño e ignoto elixir, cuál el cielo prometido que ofrecen las perversas compañías al pobre diablo abrumado y aburrido de soledad para que acepte una aventura de confort como es la dependencia o adicción?

El secreto está en el angelical, deslumbrante y seductor disfraz de encantos y promesas con que se presentan los “malos novios” ante la atónita y anhelante visión del necesitado solitario. Es tal el fulgor que muestran las malas compañías en su presentación al “posible cliente”, que éste no repara ni duda en “comprar su envenenada mercancía”. Sería una modalidad altamente sofisticada del “timo de la estampita”.

Lo que pasa es que el obnubilado y ofuscado cliente está tan necesitado de mercancía milagrosa que le redima mágica e instantáneamente de sus carencias acumuladas de compañía, que no duda en ver la lámpara de Aladino en los ofrecimientos capciosos de sus espontáneos y taimados proveedores.

Y ¿por qué, una vez que el cautivo toma conciencia de su cautiverio, no es capaz de desvincularse de su verdugo, y por el contrario se instala en la zona de confort que le ofrece su venenosa compañía, abocando a un particular “síndrome de Estocolmo”? La respuesta es relativamente sencilla: Por el miedo del cautivo a lo que pudiera haber detrás de la desconexión, por el miedo al vacío, al retorno a la insoportable soledad. Es esta la razón por la que el cautivo asume su cautiverio como un mal menor de su desgraciada y solitaria vida. Ha alcanzado un embrión de insight sobre su realidad, pero sólo en una pequeña parcela, que le permite conocer su estado de esclavitud, de pérdida de libertad frente al poderío de su nuevo dueño; pero en cambio ignora el poder de anulación de la voluntad del nuevo inquilino de su vida, que se agarra como una “llamparina” o lapa a su portador. Ignora el cautivo en definitiva que no podrá desasirse de su parcialmente identificada lacra a no ser que cuente con una mano que le ayude desde el exterior a soltarse las cadenas que le atenazan; aunque paradójicamente recurra desde su proverbial credulidad y orgullo al autoengaño, a la ilusión de control (“yo controlo”) como mecanismo de autodefensa para salvar de la quema total a su depauperada autoestima.

El cautivo de las perversas compañías necesita hacerse consciente de su incompetencia volitiva y armarse de humildad para trabajarla con las ayudas terapéuticas necesarias al objeto de sanear su paupérrima capacidad de decisión y ponerse al día para salir del atolladero en que se ha metido de la mano de esas malas compañías. Pero no sólo eso, sino que necesita también agudizar su sentido de la observación preventiva para desoír y evitar en el futuro los reclamos de nuevas malas compañías que pueda otear en el horizonte aunque hayan cambiado de melodía y de apariencia, pero que a pesar de sus nuevos atavíos no por ello deja de ser venenosa su mercancía ofrecida.

Todo ello nos autoriza a asegurar como conclusión que la estrategia más fácil pero más perniciosa para gestionar la soledad, o para luchar contra ella, es pertrecharse detrás de la pantalla de las malas compañías, que siempre alivian y consuelan un poco al principio pero pasan después su dolorosa factura mediante su acción destructora sobre la persona, la familia y el patrimonio. Siempre es un mal negocio agarrarse a una compañía con urgencia para solventar el problema de la soledad. Por el contrario, la gestión madura de la soledad, mediante el estudio, análisis, ayuda y tratamiento si llegara a ser preciso de sus causas, permite convertirla, de problema que pudiera parecer e incluso ser para la vida de su portador, en una oportunidad de crecimiento personal y de realización creativa. Y en todo caso hay que aprender a convivir con la soledad, a integrarla en la propia vida e incluso amarla, porque al fin y al cabo “es nuestra”.

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