El problema del estigma
El término estigma fue, como muchas otras cosas, creado por los griegos. Lo utilizaban para referirse a señales corporales con las cuales se intentaba poner de manifiesto algo malo y poco habitual en el status moral de quien los portaba. Dichas señales consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor –es decir, una persona corrupta, deshonrada, a quien debía evitarse (especialmente en lugares públicos)– (Goffman, 1998). Dicho de otra manera, un estigma era una etiqueta –literalmente– que se le adjudicaba a determinados individuos no deseados socialmente. Actualmente, el uso de la palabra no se ha modificado demasiado; un estigma sigue siendo una señal negativa, aunque ahora sin el componente literal de etiqueta. Se trata más bien de una etiqueta imaginaria. Cabe destacar que para que un individuo lleve colgada dicha etiqueta, alguien ha debido ponérsela.
En el mundo de las adicciones, el estigma es un componente que no falta. A lo largo de la historia la visión que el conjunto social tiene sobre dicha patología le ha ido asignando a este colectivo una serie de etiquetas negativas tales como: viciosos, enfermos, delincuentes, etc.
“El proceso de estigmatización convierte al drogodependiente en un ser en concreto y su definición social se establece por comparación con los no consumidores y establece y sirve para fijar su posición social como alguien que es diferente e inferior” (Maldonado y Cruz, 2014).
El desarrollo de estos individuos en la sociedad se ve cargado de atributos negativos, el trato hacia ellos siempre está cargado de un cierto grado de desconfianza, ya que son identificados como individuos socialmente peligrosos –he aquí un estigma– (Maldonado y Cruz, 2014).
Dejando de lado tecnicismos y definiciones, un estigma es un juicio de valor negativo que hacemos para “ordenar” nuestra manera de ver el mundo. Digamos que, asignamos la etiqueta de “buena persona” a ciertos individuos y de “mala persona” a otros, sin necesidad de conocerlos siquiera. Es una manera de tiene nuestro cerebro de optimizar el tiempo; pero muchas veces esa clasificación resulta errónea. Como he dicho anteriormente, el colectivo social ha definido al drogodependiente con una serie de adjetivos negativos que hasta los mismos adictos se ponen a ellos mismos. Por lo tanto, se puede decir que al ver a un drogodependiente le asignaremos a su persona los adjetivos negativos que le asignamos al conjunto de drogodependientes en general (asumimos que todos son iguales).
El estigma, sin embargo, no hace que las personas se alejen de las sustancias adictivas. Como bien se sabe, las personas consumen pese a conocer los efectos negativos y, también, pese a que ellos mismos estigmatizan a otros drogodependientes con dichos adjetivos negativos.
En cuanto a la intervención, el papel del estigma puede resultar interesante. Es posible que muchos drogodependientes, al estar tan estigmatizados, acaben por creerse que son lo que el colectivo social les dice que son. Esto resulta en una dificultad añadida en el proceso de cambio, ya que esta estigmatización genera una sintomatología negativa que los sujetos buscan aliviar, precisamente, con el consumo de sustancias.
Como último apunte, señalar la importancia de trabajar el estigma, no solo durante el proceso de cambio, sino después. Dadas las características propias de la estigmatización, lo que una vez se catalogó como “adicto”, será difícil que se descatalogue y a pesar de que observemos cambios en el sujeto, la etiqueta de “ex adicto” podría estar presente (lo que constituye otro estigma). Por eso es importante trabajar el estigma a nivel de colectivo social, rompiendo las etiquetas que la sociedad ha ido colocando a los drogodependientes, y no solo a nivel individual con el sujeto paciente.
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Karen Acuna
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